Cartas a Oscar

En Cartas a Oscar, el deseo no es ambigüedad, es una vida que arde y que se escribe con la tinta del cuerpo. Esta obra explora la potencia del deseo como lenguaje. Cada imagen es el eco de una carta no enviada, una epístola corporal donde la ausencia se vuelve presencia en el cuerpo del otro. Las fotografías de la serie reivindican el deseo como gesto estético y político. Bruno Bresani construye una poética del vínculo, donde cada encuadre es un susurro, un secreto compartido.

Carta 1

Esta carta viene como la noche, me visita la sombra luminosa de tu cuerpo, como ausencia. Te escribo con la tinta de ese líquido más íntimo. Lo hago como quien consagra un pecado. Lo que otros llamarían desviación, yo lo nombro como un cuerpo que reconoce otro cuerpo como propio, como destino, como espejo del placer más hondo.
Te deseo como se desea una forma inconfesable de libertad. Me habitas sin escándalo, me recorres sin culpa. Cuando nuestros cuerpos se entrelazan, no hay lugar en mí para la culpa. Cada beso que me das restableciera halla su casa en tu pecho.
¿Y qué es más profundamente estético que dos cuerpos que se buscan sin necesidad de justificación? El alma, dicen, es andrógina. El deseo también lo es. Pero el mío, querido, no flota ambiguamente, se dirige a ti con la precisión de una daga que sabe dónde herir para hacer nacer otra forma de vida.
Que digan lo que quieran los jueces, los clérigos, los custodios de la moral. Yo he vivido, gracias a ti, momentos en los que el tiempo se suspendía y el mundo se volvía un teatro donde la única escena verdadera era tu respiración mezclándose con la mía.

Carta 2
Esta carta, está escrita en un temblor. No hay paz en mi carne; solo un vértigo que no cesa, una belleza que me arrastra. A veces me miro en el espejo y no me reconozco. O, peor aún, me reconozco demasiado. Veo en mí al hombre que te desea, que te imagina desnudo como una promesa, que ha sentido el roce fugaz de tu piel. Y al mismo tiempo, ese deseo me lacera. Me niega toda forma de reposo.
¿Cómo puede algo tan perfecto ser, a la vez, mi castigo? La sociedad no necesita verdugos si uno ha aprendido a flagelarse solo. Yo he sido mi propio inquisidor, armado con las reglas que nos enseñaron a interiorizar.
No quiero desearte, y sin embargo lo hago. Y cuando lo hago, el placer se tiñe de culpa. ¿Puede un hombre vivir dividido así, entre el goce y la vergüenza, entre la necesidad y la negación? En las noches más crueles, cuando me aferro a la almohada como si fuera tu espalda, me pregunto si esto es amor o delirio.
La sociedad ha hecho de nosotros una sombra, y yo, consciente de mi teatralidad, he aceptado esa sombra como si fuera mi traje natural. No quiero vivir en guerra conmigo mismo. Y sin embargo la paz me parece traición.
Tú me haces sentir extraño a mí mismo cada vez que rozo tu nombre con los labios. Quisiera desearte sin dolor. Amar sin el veneno que trae este amor consigo. Quisiera que nuestra belleza no tuviera que ser una resistencia.

Carta 3
Esta carta viene como si el papel supiera guardar las palabras que no deben ser pronunciadas en voz alta. Por eso te escribo para dejar constancia de algo más sutil, más delicado, más… digamos, vulgar, que persiste en el oído después de haberse desvanecido. Hay una forma en la que ocupas el espacio que me resulta inquietante. No sé si es tu modo de mirar, o ese gesto casi distraído con el que te rozas la muñeca como si supieras lo que ese gesto provoca.
Yo no te deseo, lo mío, es más estético que físico. Más atmosférico que carnal. Pero dime: ¿no hay también carne en la atmósfera? ¿No hay piel en la sugerencia?
Hay momentos, breves pero nítidos, en que siento que algo pasa entre nosotros, aunque no lo miremos de frente. Como si nuestras sombras se rozaran cuando nuestros cuerpos no se atreven. ¿Lo has sentido tú también? ¿O soy yo, con mi exceso de sensibilidad y mis libros demasiado subrayados?
He leído que hay deseos que duermen, que no se manifiestan como gritos, sino como una brisa leve. Yo, te deseo como un poema aún no leído, como posibilidad. No necesito tocarte para saber que tu presencia me estremece. No necesito besarte para saber que hay algo en ti que me invita a un tipo de adoración silenciosa.
Quizás lo nuestro sea solo esta danza de símbolos. Y, ¿sabes qué? Me basta. Me basta con saber que existes en mí como un deseo.

Carta 4

Esta carta es la noche que me encuentra pensando en ti como un jardín cerrado, con deseo, con miedo, con una insaciable necesidad de entrar y permanecer. Te deseo a ti y en ello reside toda la violencia y toda la delicadeza, como una inclinación difusa, casi anónima. Como si desear fuera una especie de apetito impersonal, un gesto sin rostro.
Yo no amo al hombre que eres tú. Tu espalda. Tu manera de caminar cuando no sabes que te observo. Tu voz, cuando dices mi nombre como si lo deshilaras en tus labios. No hay categoría posible para el deseo. No hay estadística que lo mida, ni manual que lo ordene. No me interesan todos los cuerpos, solo el tuyo, y cómo mi piel tiembla.
Nuestro deseo es exclusivo, total, irrepetible. No es un simple capricho, sino una elección. Que no busca solo placer, sino pertenencia. Te confieso algo, no me interesa lo permisible si me aleja de lo verdadero. Yo no quiero ser libre en general; quiero ser tuyo. Podría mirar mil rostros y ninguno tendría el trazo exacto del deseo.
¿Es extraño, que la piel reconozca a otra como su única interlocutora? Te pienso ahora, solo me haría falta un roce casual, para que sepas que mi deseo tiene tu carne, tu perfume.

Carta 5
En esta carta hay momentos en que el deseo se vuelve tan nítido que no necesita tocar. Así estoy ahora, encendido por la sola idea de ti. No por un conjunto difuso de formas masculinas, sino por ti, en quien ha encarnado con violencia y belleza todo lo que mi carne se atrevió a pedir.
¡Qué pobres son las categorías cuando se enfrentan al temblor real de una mirada! Yo no amo a los hombres, te amo a ti, y en ese amor caben todos los hombres.
Tu cuerpo no es un cuerpo más. Es el único escenario donde deseo representarse sin máscaras. No hay variedad en mi deseo, no hay repetición, mi piel se ha vuelto monoteísta desde que te conoce.
Ardo en los márgenes sin pedir perdón, en la promiscuidad salvaje. Es hambre indiscriminada, somos monstruos de apetito. Todo lo que alguna vez creí admirar en otros cuerpos se vuelve sombra, ceniza, eco. Ninguna otra boca, ninguna otra mano, ninguna otra espalda podría darme lo que tú.
¿Lo sientes tú también, cuando nuestros dedos apenas se rozan como si conspiraran? ¿Sientes ese pacto secreto, esa promesa muda que nos une más allá del lenguaje?
Escribo esto con una mezcla de temblor y certeza, como si cada palabra se acercara un poco más a tu cuello.

Carta 6
En esta carta he pensado en ti durante esta tarde con la intensidad con la que se recuerda un crimen. Pienso en tus manos, en tus muslos, tu cuello, tu risa ladeada, ese es mi secreto frecuente, mi error sostenido, mi contacto innegable.
Mi cuerpo sigue reglas que mi biografía no firma. Que hay en mí una forma de vivir socialmente recta y otra, paralela, que se desviste contigo sin culpa. Algunos llaman a esto contradicción. Yo prefiero llamarlo abundancia. ¿Acaso no es más verdadero un deseo que desborda las categorías que lo intentan atrapar? ¿Acaso no es más sincero un beso dado en la oscuridad con los ojos abiertos que mil caricias ofrecidas a plena luz con el alma cerrada?
Tú me das esa otra vida. La que no se anuncia en las fotografías. La que se desliza en el roce accidental de las rodillas bajo la mesa. La que se escribe en cartas como esta, que no serán archivadas, sino memorizadas.
Soy un hombre dividido que se encuentra entero solo cuando te tiene cerca. En ti se interrumpe mi máscara. En ti se revela lo que no puedo decir en voz alta, pero que mi espalda, cuando tiembla ante tu aliento.
Tócame como quien conoce la grieta por la que escapa mi nombre secreto, ese que solo tú sabes conjugar con tu lengua. Y cuando la mañana me devuelva a las formas y las fórmulas, no olvides que detrás arde un cuerpo que se prefiere a escondidas, pero que se entrega sin reservas.

Carta 7
En esta carta comenzaré con una verdad torpe y cálida, te he pensado. Como se recuerda un roce que no debió pasar y aún vibra en la piel como si acabara de ocurrir. Cuando ocurren algo en mí se abre, se entrega. Es una forma rara de vértigo, una grieta por donde se cuela la noche más profunda.
Contigo, el cuerpo fue un animal antiguo, sin miedo, sin lengua, sin pasado. No hubo ética, ni identidad que nos sostuviera, solo piel con hambre de piel, placer sin argumento.
Podría volver a ti, como se vuelve a una ciudad que no figura en los mapas. No porque me pertenezca, sino porque allí y solo allí conocí un idioma que mi lengua olvidó al nacer.
Hay noches en las que el recuerdo de tu cuerpo me late en las yemas de los dedos como una culpa deliciosa. Y me descubro deseando repetir lo que juro no necesitar.
No me preguntes qué somos. Hay cosas que no necesitan definición para ser reales.

Carta 8
En esta carta tu recuerdo es un perfume que no se va de mis manos. Lo huelo, me habitas como un cuerpo que me alcanza antes que tus labios, en tus ojos que acarician. Deseo tu carne, sí. Pero también tu voz cuando me llama sin palabras.
Hay una ternura que se adhiere a mi deseo por ti, como una seda que envuelve sin sofocar. No puedo separar lo que en ti deseo de lo que en ti admiro, de lo que en ti necesito. La atracción que me inspiras es doble, es un fuego que quiere tocarte y un viento que quiere quedarse junto a ti.
Cuando te miro, me arde la piel. Eres cuerpo y espíritu, carne y emoción, placer y sentido. Quisiera que tus manos me desnudaran, sí, pero también que me sostuvieran cuando mi voz flaquea. Quisiera tu boca no solo sobre mi cuello, sino también cerca, para contarle secretos que ni yo mismo sabía que guardaba.
Eres mi piel y mi pensamiento; mi hambre y mi refugio; mi amante y mi amigo. Cuando te pienso, no me siento dividido.

Carta 9
Esta carta no lleva flores ni promesas. Solo lleva mi fiebre, mi deseo, mi hambre por ti.
No quiero tu alma. Quiero tu vientre. Quiero tu espalda arqueada como una pregunta sin respuesta, tu boca abierta, tus manos desobedeciendo. Hay algo en ti que no sabe de ternura, y eso es precisamente lo que me llama. Tu cuerpo no es una metáfora, es un crimen al que vuelvo cada vez.
Cuando te pienso, no pienso, ardes en mí como un impulso sin lengua, una necesidad que no necesita idioma. Me basta imaginar tu piel para olvidar mi nombre. Me basta recordar tu aliento en mi cuello. No hay virtud en este deseo. No hay redención. Solo hay carne que pide carne. Quisiera lamer cada línea de tu espalda hasta que no quede en ti parte que no me haya dicho “sí”, y poseerte como se posee el fuego, sin esperanza de retenerlo, solo por el placer de arder.

Carta 10
En esta carta no te escribiré de cuerpos. Hoy solo quiero hablarte del deseo que no quema la piel.
Hay en ti una presencia que se siente como el abrazo invisible que sostiene en la distancia. No es tu cuerpo lo que anhelo primero, sino tu voz, ese sonido que me arrulla; tus palabras, que me acarician; tu mirada, que se posa sobre mí.
Contigo, deseo la cercanía de un pensamiento compartido, el roce sutil de una conversación que me desnuda; ese estar juntos sin prisa, sin necesidad, solo con la dicha de la compañía. Mi deseo por ti es un refugio donde puedo ser vulnerable, sin miedo, donde mis silencios se vuelven diálogo. Eres ese secreto que guardo entre los pliegues, la compañía que me habita.
Te deseo no solo como cuerpo, sino como el amor silencioso de quienes se reconocen.